La muerte.



El cuerpo humano empieza a descomponerse cuatro minutos después de la muerte. Lo que antes era un recipiente de vida atraviesa su última metamorfosis fagocitándose a sí mismo. Las células se disuelven. El tejido se vuelve líquido y después gas. Inanimado, el cuerpo se convierte en un inmóvil festín para otros organismos. Primero bacterias, después insectos. Moscas. Ponen huevos, que no tardan en abrirse. Las larvas se alimentan de ese caldo rico en nutrientes, luego migran. Lo abandonan de forma ordenada, avanzando en perfecta procesión, siempre hacia el suroeste, pero nunca hacia el norte. Nadie sabe por qué.

A estas alturas las proteínas de los músculos ya se han descompuesto, produciendo un potente caldo químico. Este caldo es letal para la vegetación y mata la hierba al mismo tiempo que las larvas avanzan por ella, formando un macabro cordón umbilical. Dadas las condiciones apropiadas, ese ondulante desfile de invertebrados amarillentos puede llegar a alcanzar varios metros. Resulta un espectáculo curioso. Y, para la persona curiosa, ¿qué más natural que seguir el rastro hasta su origen?



Oh. Qué bueno.

( La química de la muerte,

Simon Beckett )

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